Porque soy catolico
nada, en realidad. Aparentemente se conformaban con unas cuantas frases sacadas de su propio magín, algo que podría hacer cualquier Gran Ramera dotada de un intelecto deficiente. Eso les bastaba. La más desenfrenada libertad imperaba en esos escritos, y el tema era tratado como si no tuviera relación alguna con la realidad. Los curas decían lo que les daba la gana sobre la fe, ya que los protestantes decían lo primero que se les pasaba por la cabeza sobre los curas. Aquellas novelas estaban trufadas de declaraciones como, por ejemplo, ésta que casualmente recuerdo: «Desobedecer a un cura es el único pecado sin remisión posible. Lo consideramos caso reservado». No hace falta demostrar que un hombre capaz de escribir de este modo no ha hecho otra cosa que fabular sobre lo que pudiera ser cierto, pero que nunca se le ha ocurrido siquiera averiguar por ahí si lo es. Alguna vez oyó la expresión «caso reservado», y en medio de una ensoñación poética se pregunta qué sentido podría darle. No va a buscar al cura más cercano a preguntarle qué significa realmente, tampoco busca la expresión en una enciclopedia o cualquier otra obra normal de referencia. Es evidente que significa sencillamente que es un caso que queda reservado para los superiores eclesiásticos, que no puede resolver el cura en última instancia. Puede considerarse un hecho reprobable, pero en todo caso es un hecho. Ahora bien, ese tipo de personas prefiere reprobar su propia imaginación. Cualquier manual podría informarle de que no existe tal cosa como un pecado «sin remisión posible», ni siquiera existe algo parecido a desobedecer a un cura ni tampoco a asesinar al Papa. Nada más sencillo que descubrir y conocer los hechos, y más aún basar en ellos cualquier invectiva protestante. Siempre he sentido perplejidad, incluso a tan temprana edad, ante gente tan capaz de lanzar controvertidas acusaciones contra importantes y poderosas instituciones sin antes verificar su propia postura, sino que la basan en un uso torticero de su propia imaginación. No es que aquello me hiciera más amena la idea de convertirme en católico —en aquel entonces la sola posibilidad me habría parecido una locura—, pero lo que sí hizo fue librarme de tener que tragar aquellas rotundas y solemnes afirmaciones sobre lo que decían o hacían los jesuitas. No acababa de dar crédito a lo que otros parecían creer a pies juntillas: a saber, al hecho ampliamente probado y universalmente aceptado de que «los católicos harían cualquier cosa en pro de la Iglesia». Y es que ya había aprendido a sonreír ante otras verdades del mismo jaez, como puede serlo: «Desobedecer a un cura es el único pecado sin remisión posible». No imaginaba entonces que la religión católica fuera verdadera, pero entendía que sus censores, por los motivos que fuere, se mostraban extrañamente inexactos. Me resulta extraño repasar ahora estas cosas y pensar que alguna vez pude tomármelas tan en serio. Pero es que ni siquiera entonces era yo persona seria, y ciertamente no lo fui por mucho tiempo. La última sombra de jesuita que recuerdo haber visto en mi vida, escabulléndose entre cortinas y escondiéndose en los armarios, se esfumó para siempre el día que por primera vez tuve un lejano atisbo del finado padre Bernard Vaughan . [14] Era el único jesuita que conocía, pero como Página 57
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