Porque soy catolico

cuando hablaba podía oírsele a media milla, no parecía un candidato ideal para escabullirse entre cortinas. Siempre me ha parecido extraño que este jesuita levantara tanta polvareda por negarse a actuar jesuíticamente (en lenguaje periodístico, se entiende), por negarse a sustituir por untuosas ambigüedades y evasivas verbales la brutal realidad de los hechos. Porque hablaba de «matar alemanes» cuando había que matar alemanes, toda nuestra taimada y descarada moral lo miraba horrorizada. Pero ni a uno solo de los protestantes que tanto protestaron se le ocurrió por un instante pensar que aquella reacción era típica de la serpentina insinceridad que ellos mismos atribuían a los jesuitas, mientras que el jesuita actuaba con el típico candor y sencillez con que se adornan los protestantes. Podría citar muchos otros ejemplos para ilustrar temas como la Biblia secreta, los curas licenciosos o el jesuita traicionero. Podría repasar detalladamente la lista de las más vetustas acusaciones contra Roma para explicar el efecto que producían en mí, o mejor dicho, por qué no me produjeron ninguno. Pero sólo pretendo aquí señalar preliminarmente el hecho de que no me afectaron lo más mínimo. Mis dificultades eran idénticas a las que tuvo cualquier pagano del siglo IV para convertirse al catolicismo, pero se parecían muy poco a las de un protestante de los siglos XVII a XIX . Debo esta circunstancia a hombres cuya memoria siempre honraré: a mi padre y los miembros de su círculo, a la tradición literaria de hombres como George MacDonal d [15] y a los universalistas de la era victoriana. Aunque había nacido al otro lado de la muralla de Roma, al menos no lo había hecho en el terreno de los orangistas irredentos, y si bien es cierto que no recibí una fe que pudiera llamarse civilizada, también lo es que no heredé enquistados y bárbaros odios. En el medio donde vine al mundo, si bien no siempre se comprendía a los católicos, al menos se pretendía ser justo con ellos. Y tendría que ser muy ingrato para no reconocer que, como otros conversos de más valía que yo, soy capaz de decir que nací libre. Me permito poner un solo ejemplo para ilustrar este extremo, porque es un ejemplo que nos permitirá abordar asuntos de mayor calado. Muchos años han tenido que pasar (casi podría decirse que toda una vida) para que pudiera empezar a comprender lo que el digno liberal o socialista de Balham o Battersea quiere decir realmente cuando se declara internacionalista y proclama que la humanidad es preferible a la estrechez de las naciones. De repente caí en la cuenta, tras dedicar muchas horas a conversar con uno de ellos, de que obviamente le habían inculcado la creencia de que los ingleses, hijos de Dios, eran el pueblo elegido. Es harto probable que su padre o su tío creyeran en serio que descendían de las famosas Diez Tribus. En todo caso, todo lo que hacían, desde el periódico diario hasta el sermón dominical, delataba su convicción de ser la sal de la tierra, especialmente la sal marina. Su gente era gente que jamás había concebido una idea que no llevara la impronta nacional británica. Vivían en un imperio sobre el que nunca se ponía el sol, o quizás nunca saliera. Su Iglesia era, enfáticamente, la Iglesia de Inglaterra, aunque en realidad apenas fuera una capilla. Su religión era la Biblia, que a todos sitios iba acompañando Página 58

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