Porque soy catolico

especie de algo compacto y personal, como ser el rey en su castillo o el capitán de un barco pirata o el dueño de una tienda o el ladrón a salvo en su cueva. Crucé por mi niñez imaginando batallas en pro de la justicia que siempre consistían en defender altas murallas y casas y altares majestuosos, y algunas de estas visiones poco refinadas mas coloristas fueron a parar a uno de mis relatos, El Napoleón de Notting Hill. Todo ello sucedió, al menos en mis fantasías, cuando aún no sabía nada del socialismo y podía comprenderlo mucho mejor. De repente, las sombras del presidio se cernieron sobre nosotros y estalló la inevitable discusión sobre qué habíamos de hacer para huir de aquella cárcel. Y entonces, en la oscuridad del calabozo, retumbó la voz del señor Sidney Webb diciéndonos que la única posibilidad que teníamos de dejar atrás nuestro cautiverio capitalista era abriendo las rejas con la famosa llave maestra del colectivismo. Para usar una metáfora más precisa, el señor Webb nos dijo que sólo lograríamos escapar de las sucias y oscuras celdas de la esclavitud industrial donde estábamos si consentíamos en fundir nuestras diminutas llaves para formar una inmensa llave, tan poderosa como un ariete. La verdad es que no nos entusiasmaba la idea de desprendernos de nuestras pequeñas llaves personales o de nuestras querencias locales ni tener que renunciar a nuestras posesiones, pero estábamos convencidos de que la justicia social tenía que abrirse paso de algún modo, y que el mejor modo era el socialista. Así, pues, me hice socialista en los últimos tiempos de la Sociedad Fabiana, como, por cierto, cualquier persona con la que valiera la pena cruzar dos palabras. Cualquiera, salvo un católico. Pero los católicos eran un grupito insignificante, los desechos de una religión muerta, más bien una superstición. Por esas fechas se divulgó la Encíclica sobre el Trabajo del Papa León XII I [40] , y la verdad es que ninguno de los miembros de nuestro ilustrado grupo hizo mucho caso de aquel documento. Es cierto que el Papa se expresaba con la misma claridad que cualquier socialista cuando decía que el capitalismo «imponía a millones de seres un yugo apenas menos pesado que la esclavitud». Pero como el Papa no era socialista y era evidente que no había leído los libros y panfletos socialistas que convenía leer, no se podía esperar que tan venerable anciano supiera lo que cualquier joven de la época: que el socialismo era inevitable. Todo eso sucedió hace mucho tiempo, y un proceso gradual, sobre todo de índole práctica y política, que no es mi intención describir aquí, nos condujo a muchos a comprender que el socialismo no era inevitable, que no era verdaderamente popular, que ni siquiera era la única posibilidad, ni siquiera la mejor, de restaurar los derechos de los pobres. Llegamos a la conclusión de que para corregir la concentración de la propiedad privada en tan pocas manos, lo mejor era procurar que estuviera en manos de la mayoría, y que la mejor cura no era forzosamente arrebatársela a todos o permitir que la controlaran nuestros queridos políticos. Posteriormente, cuando esta realidad fue plenamente reconocida, nos fue posible retomar a León XIII para descubrir en su viejo y obsoleto documento, del que no habíamos hecho el menor caso en su momento, que ya Página 85

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