Porque soy catolico

entonces decía las mismas cosas que hoy decimos. «Cuantos más trabajadores sea posible debieran convertirse en propietarios». A esto me refiero cuando hablo de justificar las advertencias arbitrarias. Si el Papa hubiese dicho entonces exactamente lo que decíamos y queríamos que dijera, no sólo no lo habríamos admirado por ello, sino que después lo habríamos despreciado. Habría sido apenas uno más entre el millón de personas que desfilaban bajo la bandera del fabianismo, y los habría seguido cuando desaparecieron del escenario. Pero resulta que vio lo que ninguno de nosotros quiso ver en su momento, y como ahora sí podemos verlo, su mirada resulta decisiva. El disenso que manifestó a la sazón es mucho más convincente que centenares de consensos contemporáneos. No se trata de que tuviera razón al mismo tiempo que nosotros, sino de que él tenía razón y nosotros no. Un crítico superficial, viendo que he dejado de ser socialista, diría algo así como «claro, como es católico, no le permiten ser socialista». Mi respuesta a este tipo de observación es un enfático no. Esto es perder de vista el problema. La Iglesia se adelantó a mi experiencia, pero era una experiencia, y no una obediencia. Ahora estoy seguro, únicamente porque vivo en este mundo y conozco un poco a los campesinos católicos y también a los oficiales colectivistas, de que para la mayoría de los hombres es mucho más satisfactorio y sano poder convertirse en propietarios que verse obligados a entregar sus propiedades a aquellos oficiales. No comulgo con el Estado socialista en su fe radical en el Estado, pero tampoco puede decirse que haya dejado de creer en el Estado únicamente porque ahora creo en la Iglesia. Creo menos en el Estado porque conozco mejor a los estadistas. Y no puedo creer que la pequeña propiedad sea una imposibilidad porque sé que existe. Asimismo sé cómo es la administración del Estado, razón por la cual tampoco puedo creer que sea perfecta. No me baso en ninguna autoridad —salvo en lo que Santo Tomás llamaba la autoridad de los sentidos— para saber que la sola comunidad de bienes es una solución demasiado simplista. La Iglesia me ha aleccionado, pero me sé capaz de aprender; lo que sé lo he aprendido porque he vivido, y eso no puedo ya desaprenderlo. Si dejara de ser católico, no volvería a ser comunista. Curiosamente, mi experiencia fue casi idéntica en lo que hace al espiritualismo. También en este caso fui moderno cuando era joven, aunque no tanto. Algún vestigio quedaba de la tan imprecisa cuan inocente religión que me inculcaron en la cuna, pero ello no bastó para que pudiera contemplar la aparición de esas modas psíquicas y psicológicas sin sentir asco. Aquel tinglado de mesmerismo y manipulaciones magnéticas de la mente me resultaba odioso, como me parecían detestables los ojos saltones y posturas rígidas y trances antinaturales y toda la demás superchería de los espiritistas. Monté en cólera el día que vi a una chica que estaba deseando asistir a una sesión de espiritismo ante una bola de cristal. Apenas sabía por qué. Después hubo un periodo en que quise averiguarlo, pero busqué infructuosamente una razón. Comprendí que era científicamente contradictorio idolatrar la investigación y prohibir los descubrimientos psíquicos. Vi cómo un número cada vez mayor de científicos Página 86

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