Porque soy catolico

Así, pues, la Iglesia nunca ha hecho imposible mi ideal personal, y sería más correcto decir que fue la primera en ayudarme a realizarlo. El ideal de la encíclica de León XIII se acercaba bastante más a lo que me dictaba mi instinto que aquel otro ideal que consentí poner en su lugar. La ojeriza que la Iglesia sentía por las sesiones de espiritismo se parecía mucho más a mis primeras prevenciones de lo que llegó a parecerse mi entrega a esas prácticas. En los dos casos, es evidente que la Iglesia católica desempeña exactamente el papel que se ha asignado: conocer de todas aquellas cosas que no alcanzamos a saber pero que reconoceríamos como ciertas si pudiéramos. No estoy pensando aquí, como en la mayor parte de este ensayo, en el tipo de cosas que realmente vale la pena saber y conocer. Las verdades sobrenaturales están relacionadas con el misterio de la gracia y son materia para los teólogos, lo que sin duda les plantea graves y sutiles dificultades. Pero si bien esas verdades son las más importantes, sin embargo no son las que pueden ilustrar con más claridad el asunto que me ha interesado destacar aquí, a saber el referido a las decisiones que pueden más o menos fácilmente verse sometidas a la prueba de la experiencia. Y de todas ellas podría contar más o menos la misma historia: que hubo una época en que pensé que la doctrina católica carecía de sentido, pero que ni siquiera se trataba de la época más temprana de mi vida (ésta estuvo marcada por una mayor simplicidad) cuando tuve algo parecido a la sospecha de un sentido sin saber aún nada de la doctrina. Me sentí engañado por el mundo, pero la Iglesia podía en cualquier momento encargarse de desengañarme. Lo que el hombre siempre puede aspirar a dejar atrás, como una superstición en la que no creemos, son las pasajeras modas de este mundo. Podría prodigar ejemplos, pero me temo que inevitablemente serían ejemplos egoístas y personales. A lo largo de este breve ensayo me he enfrentado a la doble dificultad de saber que todos los caminos conducen a Roma, pero que cada peregrino suele expresarse como si todos ellos fueran su propio camino. Podría explayarme, por ejemplo, en la descripción de mis tempranos forcejeos con el dilema más bien ridículo, al que me enfrenté en mi juventud, entre ser pesimista u optimista. No me llevó mucho tiempo o esfuerzo desestimar la opción pesimista, así que di en considerarme un optimista. Pero ahora sé que no tengo derecho a considerarme ni lo uno ni lo otro, y lo que es más importante: sé que hay virtudes en las dos posibilidades. Pero son virtudes entremezcladas con otras cosas, y pienso que las verdades más antiguas y sencillas permiten separarlas. Lo que me importa señalar es lo siguiente: que antes de haber oído hablar de la existencia de pesimistas y optimistas, me parecía bastante más a quien soy ahora de lo que jamás pudieron consignar esas dos etiquetas pedantes. Cuando era un niño daba por sentado que sentirse alegre era algo bueno, pero también que es algo malo no oponerse a las cosas que son realmente malas. Después de un breve periodo de formalismo intelectual y falsos contrastes, he vuelto a sentirme capaz de pensar lo que en aquel entonces sólo podía sentir. Pero ahora sé que protestar contra el mal puede alcanzar cotas de Página 88

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